Madrid (IV)

A veces se me olvida lo grande, lo enorme que es Madrid. Puedes conducir por la M-30 un buen rato, equivocarte de salida y acabar o en Burgos o en Guadalajara, todo dependiendo de la suerte esa mañana o del destino. Creo que si supiera conducir, que si supiera meter primera, pisar el embrague y el acelerador al mismo tiempo que miro por el retrovisor izquierdo por si el tipo del Renault Mégane rojo metalizado decide que es hora de morir chocándose con mi coche imaginario entonces, tal vez entonces, pudiera comprender en su totalidad las dimensiones de esta ciudad.

Madrid se extiende como una pesadilla hacia el infinito de la noche, renaciéndose tras lomas y veredas y cuestas y prados y extensiones; surgiendo a pesar del tiempo que intenta derribarla y la entroniza. Madrid está viva, Madrid crece y se desgañita contra la meseta abierta, hacia los montes, hacia el cielo, hacia el centro y el abismo; Madrid, cegada, helada, errada y encerrada por las calles que tropiezan con las calles, los pisos que se topan con los pisos, los hombres que se chocan con los hombres; Madrid: una y muchas, como un tejido de hilos de asfalto urdido por un sastre ciego.

(«Hospital Primero de Octubre. Maternidad», Circular 07. Las Afueras, Vicente Luis Mora, Berenice, 2007)

 

Me fascina la línea circular de autobús (C1 o C2, dependiendo del sentido en el que vayas, es la única línea regular que no tiene doble sentido, supongo que para no confundir a los pobres viejos de bastón y sombrero que la recorren todas las mañanas a eso de las 09:58). La línea circular de autobús es mucho mejor que la línea circular de metro, línea 6 (dirección laguna / dirección lucero). En el autobús puedes sentarte y ver cómo se distribuye la ciudad más allá de túneles que acaban en estaciones de paso y mal iluminadas. En el autobús puedes sentarte en una calurosa tarde de agosto, conectarte a la red Wifi pública, disfrutar del aire acondicionado y escuchar en bucle un disco que te lleve a otra vida. El embrujo por desgracia no durará eternamente: los sindicatos y las normativas municipales obligan a los conductores a pararse cada cierto tiempo y los viajeros deben entonces bajarse y coger el siguiente autobús de la línea circular (C1 o C2, dependiendo del sentido en el que vayan). Salir en ese momento al calor de la ciudad quizá sea más humillante que volver a casa la mañana siguiente después de una noche de sábado en la que no has dormido nada. La realidad nos abofetea siempre que nos creemos dueños del mundo por un instante.

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Ella no contesta a mis correos ya. He olvidado la última vez que hablamos por teléfono, casi he olvidado la última vez que nos vimos en las calles de la ciudad. Pero puedo seguir imaginándola todas las mañanas en el vagón del metro, buscando un sitio donde sentarse mientras va del punto A al punto B cambiando de línea en el punto C, sabiendo exactamente si en esa estación tiene que ponerse al inicio o al final del metro para, en la siguiente parada, salir justo frente a las escaleras mecánicas. No perder tiempo es una de las obsesiones de los ciudadanos que viajan todos los días en metro y pagan religiosamente sus abonos de transporte alzando levemente la voz año tras año por la subida de tasas. Ellos recorren de lunes a viernes la ciudad atravesando kilómetros y kilómetros de túneles húmedos y oscuros por los que jamás se atreverían a caminar solos. Bajarse del metro y echar a andar -correr casi- para no dejarse llevar por la masa humana es instintivo si uno quiere sobrevivir en el ecosistema subterráneo de Madrid. Todo para llegar a las escaleras mecánicas los primeros y decidir entonces no dar un solo paso más.

25. noviembre 2013 por José Luis Merino
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