Los veranos de mi infancia
En los veranos de mi infancia hacía calor por el día y estaba prohibido subir las persianas o abrir las ventanas hasta la hora de la cena. Mi madre siempre se ha enorgullecido de lo fresca que está la casa sin necesidad alguna de aire acondicionado. Como durante muchos años solo teníamos una televisión yo todas las tardes me encerraba en la habitación y devoraba páginas de libros hasta la hora de la cena. Así pasaban las semanas de un verano que siempre se me antojaba demasiado largo y monótono.
El despertador de mi padre sonaba a las cinco de la mañana de martes a sábado y se solía acostar sobre las diez de la noche. Él siempre dormía con la puerta entreabierta, por lo que después de esa hora ya no podíamos hacer ruido o dar la luz del pasillo. Mi padre era autónomo y nunca se cogía vacaciones. Sin días libres, sin escapadas al pueblo, sin irnos quince días de vacaciones a un apartahotel en Benidorm. El único viaje de ocio que hacíamos era ir y volver algunos domingos a Suances, un pequeño pueblo de la costa cántabra en el que nunca pasamos una noche.
No sé en qué momento mis padres decidieron que Suances era el mejor destino al que podíamos ir pero en todos esos años pocas veces cambiamos de destino. Y por supuesto Suances siempre era mejor que esos otros sitios a nuestros ojos: allí teníamos nuestro aparcamiento, nuestras rocas en las que pescar cangrejos, nuestra parcelita de césped donde comernos los bocadillos o el bar donde tomarnos un helado e ir al baño a media tarde.
Ir al mar esos días suponía acostarnos pronto el sábado y levantarnos mucho antes del amanecer el domingo; desayunar poco para evitar que nos mareásemos; tomarnos a la fuerza una Biodramina que pocas veces hacía algo; y hacer todo el ritual previo de un viaje a la playa en silencio para no molestar a los vecinos. “Los vecinos” siempre fue la razón objetiva e inapelable para apagar la televisión, acostumbrarnos a caminar evitando hacer ruido o irnos a dormir cuando ya era demasiado tarde.
Mientras nos preparábamos mi padre fumaba todo el rato en el salón viendo la tele, esperando a que termináramos de vestirnos o a que cogiéramos los cubos de plástico naranja y el rastrillo que perderíamos a cada viaje. Recuerdo con absurda nitidez cómo a esa hora solo echaban películas en blanco y negro que mi padre veía casi sin sonido mientras se iba acabando un paquete de Winston rojo tras otro. Si en esos años había estudios que indicaban que no debía fumarse cerca de los niños mi padre los desconocía.
Para recorrer los 200 kilómetros que separaban nuestro piso de Palencia de la playa de la Concha de Suances teníamos que coger la N611 y atravesar el puerto de las Hoces de Bárcena, un desnivel de 400 metros con unas curvas horribles. A la ida, todas y cada una de las veces que hicimos ese trayecto mi padre tenía que pararse en medio de una curva, nuestra curva, para vaciar los cubos naranja.
Aquellos minutos parados en la montaña, con los coches pasando a nuestro lado, esperando algunas veces a que mi hermano, otras veces a que yo y en ocasiones incluso a que los dos a la vez recobráramos el aliento y el color fueron las únicas escapadas que hicimos con mis padres a la montaña.
Después un caramelo de menta o un trozo de regaliz de palo que mi padre llevaba siempre en la furgoneta. Al rato rodear Torrelavega y saber que el peligro había pasado, que ya no había más curvas. Y a lo lejos empezar a intuir el mar, bajar las ventanillas y oler a verde y a sal. Entonces todos los coches del universo parecían estar yendo en una misma dirección como atraídos por algún oscuro encantamiento, todos cargados de niños sonrientes, de neveras azules y de un sinfín de aparatos voluminosos que yo no reconocía y de los que no acababa de imaginar su utilidad. Y en los asientos de atrás de nuestro coche siempre la misma pregunta: ¿por qué nosotros no llevamos una sombrilla?

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