La mochila

Ella se despierta desnuda y con una ligera resaca. Abre un ojo y por un momento no sabe muy bien dónde está, la luz que entra por la persiana muestra muebles que no reconoce. Esa no es su casa. Ella está sola en la habitación pero una voz femenina habla por teléfono mientras camina por el pasillo. Busca ropa interior limpia en la mochila y con sigilo se dirige al baño para pegarse una ducha sin cruzarse con nadie.

A la segunda cerveza ella ya reía todas las bromas que él hacía, de la manera en que las mujeres ríen las gracias cuando descaradamente coquetean con el otro. Se habían visto un par de veces fuera del trabajo pero siempre en compañía. Aquel día era la primera vez que quedaban a solas: ella nunca supo decir que no a una cerveza, él no pudo dejar de mirarla la primera vez que se vieron. Ella fue la que buscó los labios de él en una callejuela casi sin luz. Pronto su mochila estaría aplastada contra una pared y antes de que se diera cuenta acabaría durmiendo abrazada a un tipo que no le haría preguntas incómodas ni buscaría conversación antes de dormir.

Es más fácil ir con dignidad a la mañana siguiente si te ocultas detrás de unas gafas de sol. Buscar el primer bar con una mesa libre para tomar una Coca-Cola y un sándwich mixto como única comida del día antes de ir al trabajo. Ir al baño y mirarse al espejo y no reconocer la figura que se refleja en él: los brazos llenos de moretones, heridas de guerra de noches en vela, de cuerpos grandes y fuertes que buscan lo desconocido. Sentada en la taza un momento de debilidad, recuerdos que vienen a la memoria, un paquete de pañuelos a medio gastar que acaba por terminarse. Al salir del bar lee un mensaje en el móvil, un número que le resulta familiar le dice de quedar esta noche al salir del trabajo, hay una rave en la ciudad. Guarda el móvil mientras camina hacia el metro con una sonrisa detrás de las gafas, parece que esta noche también tendrá un lugar donde dejar la mochila.

10. julio 2012 por José Luis Merino
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