El pakistaní

El pakistaní que hay debajo de mi casa me recibe con el sonido de un programa de televisión que no entiendo. Y el tipo me sonríe. El otro día me preguntó que si era nuevo. Llevo un mes en Barcelona. Él sonrió y pensó para sí que soy la clase de clientela fiel que le interesa mantener, de esos que llegan cansados del trabajo o de las clases y acuden a su pequeña tienda en busca de alcohol, condones o algo para calentar en tres minutos en el microondas sin fijarse demasiado en el precio o la fecha de caducidad.

Gràcia, un barrio muy buscado por los estudiantes (hecho que se refleja en el alquiler de los pisos en Barcelona) está llena de pequeñas tiendas de hombres sonrientes, de callejuelas malolientes, de niñas que vuelven tarde a casa sin haber hecho los deberes. Un estudio de diseño nada más bajar a la calle, un bar que retransmite todos los partidos del Barça (recomiendan reservar, creo que dice el cartel), una panadería que sirve café para llevar, dos viejas que hablan muy fuerte en catalán, muchas bicicletas que nunca hacen ring-ring.

Tardo 12 minutos de mi casa a Balmes. Atravieso el centro de la ciudad sin mirar los rostros, esquivando a los turistas que pasean mientras señalan a lo lejos ese edifico tan famoso de Gaudí por el que yo paso todos los días un par de veces. Es más bonito de noche. Creo que toda Barcelona lo es.

Aún me siento un poco intruso en esta ciudad. Supongo que por eso evito salir más de lo necesario de estas cuatro paredes, así no podrán señalarme con el dedo y decir vete de aquí, no perteneces a esta tierra. Pero hoy el pakistaní me ha vuelto a sonreír y ya no me ha preguntado que si quiero una bolsa con la compra, sabe que no la necesito, porque sabe que de momento estoy aquí al lado.

21. octubre 2010 por José Luis Merino
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Comentarios (2)

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