La gente que come raro no es de fiar
David: Mi amiga Ajo, que es de un pueblo en mitad de La Mancha, afirma que la gente que come raro no es de fiar. Se refiere a esa gente que no come nada verde o no le gusta ninguna comida étnica o exótica o no come guisos tradicionales. Esa clase de gente que al final solo come macarrones con chorizo y filetes empanados. ¿Estás de acuerdo con esta afirmación de sabiduría manchega?
El Comidista: Querido David, estoy bastante de acuerdo, y añado que esa gente es además un soberano coñazo: personas incapaces de disfrutar con nada salvo con los platos con los que sus padres les maleducaron en la infancia, y que están todo el día dando la turrada con que si no les gusta esto y no les gusta lo otro. En el fondo nos deberían inspirar compasión, porque no son más que pobres víctimas del analfabetismo gastronómico, pero yo soy muy visceral y lo que me pide el cuerpo es mandarles un par de años a Darfur a que se les quite la tontería.
Sí, lo reconozco, yo soy de esos que comen raro y salgo públicamente del armario gastronómico donde he estado encerrado mis veintiséis años de existencia porque ya estoy harto de ocultarlo. Creo que no puedo seguir viviendo con esta carga.
Yo soy el mayor de dos hermanos, el primogénito al que su padre le puso el mismo nombre que sus padres a él y supongo que por ello en los primeros años de vida me trataron con más cuidado de lo que hubiera sido recomendable. Alguna vez pregunté a mi madre que si ella sabía de dónde venían mis problemas con la comida y ella sugirió que en mi tierna niñez mi padre soltaba muy a menudo eso de «no le des X al niño que igual le va a sentar mal».
Durante mi adolescencia me negué a probar cualquier alimento nuevo. Me daba igual que mis amigos cenaran comida china, pizza, turco o lo que fuera. Como mucho yo cenaba unas patatas fritas o un trozo de tortilla de patata recalentado. Y mis amigos siempre me miraban mal, claro.
Cuando empecé a vivir solo y tuve que enfrentarme a los fuegos, a llenar el frigorífico y la despensa poco a poco mi mente se fue abriendo. Le cogí el gusto a cocinar en soledad y con música cuando tenía invitados en casa y poco a poco me fueron interesando las combinaciones de sabores y de texturas. Llegó un momento en el que algo hizo clic en mi cabeza y un día le dije a A. que quería probar la ensalada. Porque sí, uno puede pasarse muchos años de su vida sin comer algo verde y seguir vivo. Creo que ese fue mi mayor logro en mucho tiempo.
Sé que nunca voy a comer como una persona normal y no porque no quiera, sino porque hay algo que me lo impide. También sé que eso es un problema. He descubierto que lo mejor es no forzar, que un día un alimento pasará de darme asco, a que me sea indiferente, a que me huela bien, a que no tenga tan mala pinta, a no me importaría probarlo, a probarlo y decir que no está tan mal para acabar en lo como y me gusta.
Sí, supongo que mis padres me deberían haber mandado a Darfur un tiempo cuando era pequeño y ahora podría ser una persona de fiar. Maldita sea, prometo que no pasará lo mismo con mi primogénito.
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