Madrid (V)
El sol es una estufa de butano / la vida un metro a punto de partir (Joaquín Sabina)
Dicen que si sobrevives a los primeros seis meses en Madrid o al primer año ya no tienes forma de escapar, la ciudad te atrapa irremediablemente en su telaraña de calles sucias y bares que no cierran nunca. Ahora, dos años después, entiendo lo que me decía M. sobre la ciudad y los motivos por los que quería volver.
Este verano está siendo uno de esos puntos de inflexión vital en los que decidir demasiadas cosas. A día de hoy no tengo muy claro si seguiré en septiembre aquí, a qué me dedicaré, o quién estará a mi lado entonces y a pesar de ello sé que estos años habrán merecido la pena. Le contaba ayer a alguien que cuando dentro de un tiempo mire atrás y recuerde esta época de mi vida sonreiré y lo asociaré a decenas de conciertos maravillosos, a los pases de prensa (sin palomitas) por la mañana, a las cervezas en la cafetería de la facultad de Filología de la Complutense, a Madrid Río y a la pasión por correr y a conocer la hora de cierre de todos los bares de Malasaña calle Pez arriba, calle Pez abajo como tantos hicieron antes.
A mi llegada a Madrid recuerdo con especial cariño esas primeras cañas con los chicos que después serían mis compañeros de trabajo y cómo explicaba A. que esa sensación de acogida que sucede en Madrid y que no sucede en ninguna otra ciudad de España tiene que ver con que aquí nadie es de Madrid y todos han estado alguna vez en la posición de recién llegado y que alguien los acogió en su momento. Y así, en una especie de cadena de favores, cualquiera que viva aquí tiene el deber de acoger al recién llegado y llevarle de la mano hasta que se sienta lo suficientemente seguro para caminar solo. Y ahora, dos años después, por fin me atrevo a caminar solo.